“Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y otra vez, como farsa.”
Carlos Marx
Luis Chaves, poeta costarricense, ha retratado –de manera certerísima y sin proponérselo– al Estado-gobierno mexicano, y a la relación que éste sostiene con la ciudadanía en la actualidad. Dice Chaves en el último verso de “Espejos”, en Los animales que imaginamos: “el primer acto es un hombre desnudo / una explosión colectiva de risa / atrae la mirada del reflector / la gradería está repleta: de payasos”.
A tono con lo anterior, pareciera que estos tres años de un accidentadísimo sexenio han transcurrido entre la burla y el cinismo de parte de las autoridades que pueblan, por recurrir al citado verso tico, la gradería. La ciudadanía ha quedado reducida a ese hombre desnudo y vulnerable, en el centro de la pista: lo han convertido en el sublime el objeto de la guasa y del ludibrio. Habitamos algo así como un relato salido de las crónicas del mundo al revés. Así.
Sin duda, el más reciente episodio en esta épica circense radica en el casi cinematográfico escape de Joaquín “El Chapo” Guzmán Loera. Es increíble: cuando uno cree finalmente se ha tocado fondo, y que nada puede ser peor ocurren cosas como ésta. La fuga del capo sinaloense ha puesto aún más en entredicho las ya dudosas capacidades gubernamentales en materia de seguridad pública y de procuración de justicia.
En principio, esto es así porque Guzmán estaba recluido en una de las instituciones que supuestamente cumple –o cumplía- con los mayores estándares y protocolos de seguridad (nacionales e internacionales, lo dijo Osorio) en el país. Algunos analistas –entre los que destacan varios conspiranóicos- sugieren que es prácticamente imposible violar la seguridad del penal del Altiplano, por lo que niegan la existencia de algún túnel, y aseveran que El Chapo tuvo que haber salido por la puerta. Si es que en verdad era El Chapo. Quién sabe. El caso es que se escapó (y se llevó como suvenir un bonito brazalete).
Pero no solo eso. La saga de El Chapo en fuga también ha puesto de relieve el profundo calado de la corrupción y cómo ésta ha penetrado hasta las más altas esferas de la clase política. En estos momentos pareciera que la renuncia de las autoridades encargadas de la seguridad, la procuración de justicia, y la política interna del país, es insuficiente. Sería más que pertinente que quienes están a cargo de hacer valer el Estado de derecho exploraran hacia qué lado de la balanza se inclinan las lealtades de estos funcionarios.
Hay preguntas sencillas que es necesario colocar sobre la mesa. Su sencillez las torna terriblemente incómodas: ¿cuál es la ruta del dinero del Chapo y cómo el recurso se coló hasta el interior del penal en el Altiplano? ¿Quienes favorecieron su escape actuaron por voluntad propia/cooptados, bajo coerción y amenaza de muerte, o simplemente obedecían órdenes y terminarán como chivos expiatorios? ¿Basta con cesar al director del CEFERESO y a un par más de subalternos? ¿Hasta qué alturas de la clase política llegan las redes de complicidad y corrupción que permitieron que hoy el capo sinaloense goce de plena libertad?
El ridículo nacional e internacional al que está sometido el país (así como el posible baño de sangre que puede derivarse de la reconfiguración territorial de los cárteles) hacen que la renuncia de las autoridades que tienen a su cargo la seguridad y la política interna parezca poca cosa. Ojalá y haya alguien con las agallas suficientes como para imputarles responsabilidades: merecen tanto el escarnio como la cárcel.
Es evidente que el casi mágico escape de El Chapo ha evidenciado la crisis en la que está sumergido el Estado-gobierno mexicano. En estos tres cortos años, nuestras autoridades se han convertido en expertos en tirarse escopetazos certeros a los tobillos (desde la inauguración represiva del sexenio hasta la pléyade de reformas que nada más no terminan de cuajar; desde el precario crecimiento económico hasta la sistemática criminalización de la protesta; desde los devaneos con la censura autoritaria hasta la violencia ejercida por y desde el Estado; y así, un largo etcétera).
Pero la verdadera crisis, la que es terrible y alarmante (como si la crisis gubernamental no lo fuera), está vinculada con un asunto de legitimidades. La eficacia simbólica de las instituciones hace agua: el mensaje que emite la arquitectura institucional no interpela a la ciudadanía. Se generan vacíos (de poder, de sentido) que están siendo llenados por entidades como el crimen organizado.
De ahí que no sea extraño que se exalte la figura del criminal, que éste se convierta en una especie de horizonte aspiracional, de antihéroe, o de perversa vía para el desarrollo. De este modo, no resulta descabellado que para algunos mexicanos, seguramente muchos, El Chapo bien valga una misa en Sinaloa. “Chapo, hazme un hijo”, decía un bonito cartel sostenido por una compatriota en una manifestación pública en favor de Guzmán. Otros celebran y se alegran por las habilidades dillingerianas del capo. Así las cosas.
Si se acepta por ejemplo que las plataformas virtuales para la socialización, o redes sociales, son también cajas de resonancia de las temáticas que conforman el interés público, e instancias productoras de sentido, la cosa se pone más grave. Un ejercicio básico de conteo indica que en un periodo de 81 horas (entre el 12 y el 15 de julio de 2015) se han emitido alrededor de 56 mil tuits con el hashtag #ElChapo. En poco más de tres días, el tema ha alcanzado a una audiencia de más de 120 millones de personas. Esto equivale a decir que cada hora hay en las redes cerca de 686 tuitazos acerca del capo sinaloense. La mayor parte de esta conversación candente tiene lugar en México y en Estados Unidos, tal como se aprecia en la figura 1.
Hay ahí un fenómeno cultura poderoso e interesante, digno de ser visto con detenimiento y comprendido. La fuga de El Chapo nos obliga a mirarnos al espejo, con las consecuencias derivadas de ello. En fin, si la cosa no fuera tan trágica estaría para morirse de risa. Como sea, para cerrar vuelvo al inicio.
La frase de Marx con la que abro este texto ilustra la profundidad de las varias crisis en las que está inmerso nuestro país. Es crucial y resuena sobre todo porque puede aplicarse cuando menos en dos grandes planos: el primer escape de El Chapo fue una tragedia; hoy además es visto como una farsa. Con el retorno del PRI a Los Pinos ha ocurrido algo similar, aunque con una lógica inversa: primero sucedió como una farsa; hoy se ha convertido en poco menos que una tragedia.
Sea pues.